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viernes, 18 de enero de 2013

EL ÚLTIMO VAQUERO (Parte 2)



Dos nuevas invenciones vinieron en su ayuda: la pólvora sin humo y el genial Winchester Modelo 1894. 

Una de mis grandes aficiones es el tiro con armas de avancarga o de cartucho metálico (del periodo del antiguo oeste) recargado con pólvora negra. Es un tiro extraordinario, desafiante y muy enriquecedor a nivel personal. Pero ahora que mis amigos y compañeros del club de tiro no me oyen, os diré un secreto: la pólvora negra, puede ser un gran coñazo…hay que aprender a dosificar para conseguir buena precisión la que usas en cada disparo, las armas hay que limpiarlas a menudo para evitar que se oxiden, y cada disparo emite una gruesa nube de humo blanco que delata tu posición.

Los intentos de sustituirla fueron múltiples. Lo más prometedor apareció en la década de 1840, en forma de las pólvoras de algodón. Se usaban fibras de algodón o lana empapadas en una proporción adecuada de ácidos nítrico y sulfúrico, y luego cuidadosamente molidas. No daban apenas humo, y conseguían unas presiones en recámara inalcanzables para la más fina y cara pólvora. Pero era muy inestable, y no pocas fueron las factorías y polvorines que espontáneamente saltaron por los aires, con gran pérdida de vidas humanas. En 1880, químicos franceses lograrían estabilizarla en un compuesto conocido como Poudre B, gracias al cual se conseguiría una munición de gran velocidad y poder de parada. Alfred Nobel mejoraría aún más la fórmula mediante la combinación con la nitroglicerina.

Poudre B.

Para la década de 1890, Winchester Firearms tenía una sólida reputación, y seguía siendo líder de ventas. En 1892 sacó un nuevo modelo, el más habitual que se ve en las películas clásicas de vaqueros, y nuevamente con un gran éxito. Sin embargo, todavía no se había dedicado a los nuevos cartuchos de pólvora sin humo, y aunque sus excelentes diseños permitían su uso, eran en calibres ya considerados como relativamente pequeños, y que precisaban cargas que no alcanzaban potencia plena. Además, sus rifles, aunque de excelente calidad, eran muy caros, y la inmensa mayoría de sus clientes potenciales sólo se podían permitir uno; así que se hacía necesario un nuevo diseño, que aprovechase las nuevas pólvoras y disparase cartuchos que valiesen un poco “para todo”: desde caza a defensa, y con un mayor alcance efectivo que los que ofrecía.

Winchester mod 1892.

La campanada la dieron con el modelo 1894. Fabricado en gran variedad de calibres, sería uno, el que lograría fama universal: el .30 – 30; llamado así por el calibre, y la carga de 30 grains de pólvora moderna (aunque, lógicamente se ofrecería en muy diversas modalidades de carga y puntas). Aún hoy, se sigue usando muchísimo dicho calibre para caza mayor, y aunque se le considere como “escaso” para un jabalí, he conocido a dos personas que los tumbaban de maravilla en las monterías y a miras abiertas, eso sí, colocando los disparos que asustaba. El modelo 94, de hecho, sigue siendo el rifle deportivo más vendido hasta el día de hoy, y se sigue todavía fabricando.

Winchester Mod. 1894. Queridos Reyes Magos...
Esa rampa delante del guardamonte, es uno de los secretos del modelo 94. Permitía manejar cartuchos más largos que los previamente usados.

La combinación de un rifle excelente y preciso (Winchester no ha fabricado nada malo todavía, que se sepa), con un cartucho con excelente balística, destacando una buena rasante, y las notables habilidades desarrolladas a lo largo de toda una vida dieron resultados espectaculares. No es de extrañar que ante semejante “Terminator”, fuesen muy pocos los que optasen por quedarse y resistir.

Tom Horn seguiría en dicho trabajo hasta 1898, año en el que acudiría a la llamada de Theodore Roosevelt, y se enrolaría en los Rough Riders para compatir en la guerra hispano – cubana. No pasaría de Florida, pues contraería una severa malaria que le obligaría a estar en el hospital de Tampa toda la guerra. Se libraría así de una ración de su propia medicina, es decir, disparos rápidos, con los 7x57 mm de pólvora sin humo de los Mausers españoles, que causarían severas bajas en la batalla de la colina de San Juan.

Mauser español modelo 1893.

 De allí, volvería a casa de su amigo John Coble, a Wyoming, a retomar su trabajo habitual, pero con la salud aún más resentida. Y dícese así, pues ya estaba bastante tocada. No había ahorrado un solo dólar de todo el dinero ganado, pues lo había quemado en innumerables juergas con prostitutas, juego y cantidades industriales de alcohol. Por aquel entonces comenzó a cometer más estupideces de la cuenta: por ejemplo, comenzó a “marcar” a sus víctimas poniendo una piedrecita debajo de la cabeza del cadáver, lo que fue rápidamente aprovechado por otros pistoleros contratados por los ganaderos para hacer lo mismo, y echarle las culpas a Horn. Aumentó su leyenda, pero también las cuentas pendientes que iba dejando. Y lo peor de todo, mientras estaba borracho, hablaba demasiado, alardeando de las muertes que había causado y de cómo lo había hecho.
John Coble. Su amistad nunca le faltaría a Horn.
En 1899, perseguiría a ladrones de trenes, en especial a ciertos integrantes de la famosa “Wild Bunch” que habían asaltado varios en su territorio. Posiblemente estaba pagado nuevamente por los Pinkerton, y siguió con su viejo oficio de detective de ganado. Pero en 1901, todo en su vida comenzó a torcerse…

En el territorio de Wyoming había un duro ganadero y granjero, de gran éxito, llamado Kels Nickell. Era un tipo realmente duro, que había comenzado a combatir ya en las guerrillas que surgieron en Kansas y Missouri durante la guerra de Secesión, tras ver morir a su padre ante sus ojos. Veterano de las guerras indias de las llanuras, no era de esos a los que se asusta y doblega con facilidad. Además, era temido por su gran destreza, bravura y fuerte temperamento. Y era uno de esos colonos recién llegados, y de gran éxito. El choque con los miembros de la WSGA estaba asegurado.

Kels Nickell.

Más por jorobar que por otra cosa, comenzó una explotación, en sus tierras de ganado ovino. Y lo curioso, es que de repente comenzó a dar grandes beneficios para disgusto de los ganaderos de vacuno, resultando ser así una fuerte e inesperada competencia en el mercado de carne. Además,  John Coble tenía una cuenta personal con él, pues en una discusión en 1890 por unos pastos, Kels lo había apuñalado, y dejado casi con un pie en la sepultura. Todos, incluido él mismo, sabían que caminaba por el territorio con una gran diana en la espalda. Por supuesto que recibió las consabidas notas amenazantes, pero hasta el momento la mayoría de los muertos eran gente de mal vivir, sin apenas amigos, malos vecinos y claros cuatreros. Él era, pese a su mal humor, un respetado hombre de negocios y de familia, y de vida ordenada y misa los domingos…muchos de sus vecinos pensaron que no se atreverían con él.

El 18 de julio de 1901, uno de sus hijos Willie Nickell, de apenas 14 años de edad, cogió uno de los caballos de su padre, para darse una vuelta. Como la mañana era fría, también cogió uno de los sombreros y abrigos habituales de su progenitor. Al ir a abrir la puerta del rancho, súbitamente, recibió dos disparos del .30 – 30 en la espalda, escupiendo gran cantidad de sangre, trató de gritar y volver a casa. Cayó muerto en el camino.
el infortunado Willie Nickell.

Unos días después de su entierro, su padre, mientras trabajaba en el campo recibió tres disparos que le destrozaron el brazo derecho. Mientras estaba en el hospital de Cheyenne, varios hombres asaltaron su rancho, mataron a la mayoría de sus animales y quemaron establos y graneros. Fue demasiado para él…destrozado física y moralmente, malvendió sus propiedades, y se mudó con la familia a la ciudad de Cheyenne, donde emprendieron varios negocios con éxito. Pero no volvió a ser el mismo de antes, ni tampoco Wyoming, ni el oeste.

Fue el rebosamiento de un vaso ya bien colmado. Todo el mundo estaba harto de las guerras ganaderas, de los barones, y de los asesinatos sin fin. Y la muerte de un niño de 14 años fue el detonante de una inmensa reacción que sacudió, prensa, política y conciencias de todo el país. Una vez conquistado el oeste, era necesario que la civilización y sus normas y leyes, por fin, se estableciese en los nuevos territorios.

 Joe Lefors era Marshall de los Estados Unidos, y había llevado una vida muy similar a la de Tom Horn. Antiguo empleado de Pinkerton, defensor de la ley, vaquero y detective de ganado. Pero había una diferencia crucial: nunca había sido asesino a sueldo de los grandes ganaderos, y por eso odiaba a personas como Horn. Como servidor de la ley, lo definía mejor que nadie el gran Marshall Charles Siringo: “era completamente inepto en funciones policiales”. Y llevaba una época de casos fallidos, lo que mermaba su reputación y su caché. Pero estaba convencido de la culpabilidad de Tom en el caso del joven Willie Nickell, y además en que podía probarse.

Joe Lefors.

Tom Horn había estado alardeando del tema en varias de sus borracheras, pero circulaban dos versiones. La primera, decía que se había autoinculpado tanto de los disparos a Willie como a su padre Kels. La segunda, provenía de una afirmación del forense local, que hablaba que los disparos a Willie se habían realizado desde 300 yardas (afirmación imposible, porque ni aún hoy en día, fuera del alcance de los componentes del disparo que no son el proyectil, como el negro de humo, la proyección de pólvora sin quemar o la quemadura por la llamarada del disparo, no se puede establecer si el disparo se ha realizado a 20 o a 200 metros, sólo con la observación del cadáver). Al oírlo, en varias borracheras había afirmado que el podía hacer ese disparo desde más allá de las 400 yardas…

Lefors preparó una trampa con cuidado. Aprovechando el caso real de una violenta, numerosa y bien organizada banda de cuatreros, camuflada como pequeños propietarios, que operaban al oeste de Montana, contactó, haciéndose pasar como empleador de un grupo de grandes ganaderos, con Horn. Éste, como de costumbre, sin un centavo en el bolsillo, y deseando poner unas cuantas millas por medio de Wyoming hasta que se calmase el asunto Nickell, mordió el anzuelo.

La entrevista tuvo lugar en uno de los saloones de Cheyenne, y Lefors, discretamente, tenía posicionados, al lado de su mesa, a un ayudante (para que actuase como testigo), y a un taquígrafo. Tom Horn fue poco a poco alardeando de sus acciones, ayudado por una creciente cantidad de alcohol. Lefors, poco a poco, fue llevando la conversación a la muerte del joven, hasta que Tom no sólo dijo que lo había hecho, sino que volvió a alardear del modo y la precisión de sus disparos.

Aunque hubo mucha discusión acerca de la validez de tal prueba, Tom Horn fue detenido por Joe Lefors el 13 de enero de 1902. Rápidamente, sus empleadores, excepto John Coble que pagó su defensa y Charles Irwin ( a éste último, antes de morir le regalaría su famoso rifle), le dieron la espalda. Era ya un personaje incómodo, signo de los viejos tiempos y métodos, que ya eran ampliamente denostados; y como en todo gran cambio social, una de las formas más rápidas de hacerlo y que más conciencias acalla de los antiguos y malvados actos, es mediante el sacrificio de una persona que los simbolice.

Juzgados de Cheyenne.
Pese a las dudas que surgieron en torno a la confesión y la forma de obtenerla, y la posibilidad que Willie hubiese sido asesinado por otro joven, Victor Miller, hijo de otro ganadero de ovino con quien Kels Nickell mantenía, también, agria disputa, sirvieron para evitar el temible veredicto: Death by Hang¸ muerte en la horca. Inmediatamente, su abogado, presentó la correspondiente apelación.

El jurado que condenó a Horn.

Mientras ésta se resolvía, Tom Horn, con la ayuda de un cómplice, intentaron una fuga. Después de reducir a uno de sus carceleros, salieron a las calles de Cheyenne, donde comenzaron a  ser perseguidos por otros ayudantes y varios civiles armados. Y lo hubiesen pasado mal, de no ser porque los nuevos tiempos iban a arrollar, una vez más a Tom Horn.

El arma que había robado a su carcelero no era un revólver, era una de las primeras pistolas semiautomáticas, muy posiblemente una Browning modelo 1900. Nunca había tenido una en la mano, y al intentar disparar con ella nunca lo logró, pues no sabía ni cargarla ni manipular el seguro. Esos segundos de forcejeo sirvieron para que un paisano, O. M. Eldrich, le golpease en la cabeza con la culata de su fiable revólver. 
Browning mod 1900. Se dice que ésta fue la pistola que no supo manejar Tom Horn.
¿la captura de Tom Horn? se sigue discutiendo sobre esta fotografía...

Después del episodio, sus posibilidades en las apelaciones cayeron a cero. El resto de su tiempo lo pasó trenzando una cuerda para lazo con pelo de caballo, y dictando sus memorias a la maestra de Iron Montain, una joven de nombre Glendolene Kimmel, que había conocido en casa de unos amigos. Se dice que fue lo más parecido que tuvo a una novia formal en su vida.

Miss Kimmel.

Un día antes de su cuadragésimo tercer cumpleaños, el 20 de noviembre de 1903, se cumplió la sentencia. Una multitud curiosa se agolpó a las puertas de la cárcel de Cheyenne. Tanta, que se temió un intento de liberación del reo (unos días antes, una potente carga de dinamita fue localizada cerca de los muros de la misma), así que se contaba con numerosos soldados armados, e incluso una ametralladora Gatling que cubría la puerta de la prisión. Mientras subía al cadalso, acompañado de los sones de Life is like a mountain railroad, cantada por deseo suyo por varios amigos, se permitió hasta bromear con el verdugo, otro amigo suyo, de nombre Joseph Cahill, a quien veía visiblemente nervioso. Su valor y serenidad impresionaron a todos los presentes.

Tom Horn en prisión.

 Tom Horn no es un personaje que se haya prodigado demasiado en el cine clásico de vaqueros. Sin lugar a dudas, la mejor película realizada sobre su vida, pese a las inexactitudes, fue la dirigida por William Wiard, en 1980, Tom Horn. En el papel estaría un supremo Steve McQueen, en su penúltima cinta (la última, ese mismo año, irónicamente, sería Cazador a sueldo). Ya estaba por aquel entonces muy enfermo de cáncer de pulmón (moriría a finales de ese año), y lograría dar, en su gran interpretación, ese matiz final y crepuscular a un guión que reflejaba los últimos años del legendario vaquero.


Si hay que ponerle una fecha final al antiguo y salvaje oeste, sin duda, sería el 20 de noviembre de 1902, y el lugar, el frío patio de una prisión de Wyoming. Por supuesto que el oeste seguiría generando grandes personajes, hazañas y leyendas. Pero ya nada volvería a ser lo mismo después de la muerte de Tom Horn.


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